Por más estigmatización mediática, por más causas judiciales y por más discursos que intentan ponerlos en el banquillo de los acusados, los comedores y merenderos en los barrios populares siguen de pie. Y no es una metáfora: a fuerza de ollas, panificados, rifas y donaciones de vecinos, miles de trabajadoras sociocomunitarias mantienen abiertas las puertas de esos espacios que hoy alimentan a más de 72 mil personas en 17 provincias, según un informe de la UTEP y el Observatorio de Economía Popular de la UBA.

El dato más crudo: 7 de cada 10 son niños, niñas y adolescentes. Y eso ocurre en un país donde la pobreza supera el 53 % y la indigencia ya llega al 18 %, de acuerdo con el propio INDEC.

Ajuste arriba, solidaridad abajo

El gobierno de Javier Milei arrancó su gestión con una motosierra que pasó, entre otras cosas, por los programas de asistencia alimentaria. Desde el Ministerio de Capital Humano se recortaron de manera abrupta partidas claves, como el Plan Nacional de Seguridad Alimentaria o los fondos de Naciones Unidas para comedores comunitarios. La medida dejó a miles de familias a la intemperie.

Pero la red comunitaria respondió como sabe: con organización y solidaridad. El relevamiento muestra que el 39 % de estos espacios se financia gracias a donaciones privadas —de comerciantes, vecinos, organizaciones— y otro 34 % con actividades productivas autogestivas, desde venta de panificados hasta polladas. Los aportes estatales provinciales o municipales apenas alcanzan un 13 %.

Trabajo invisibilizado y feminizado

En cada comedor hay una historia. Y en la mayoría, hay mujeres sosteniéndola. El estudio revela que de las 6.233 personas que trabajan en estas tareas, casi el 80 % son mujeres o mujeres trans. Cocinan, organizan, contienen, acompañan. Sin salario, sin reconocimiento formal, y con la sobrecarga de tener que multiplicarse para cubrir otras tareas del hogar.

Como lo resumió Johanna Duarte, secretaria gremial de la UTEP: “Las redes comunitarias nos salvan ante tanta deshumanización. Son las trabajadoras sociocomunitarias las que dan de comer a nuestro pueblo, las que brindan apoyo escolar, las que rescatan a los pibes de las garras del narcotráfico y las que cuidan a nuestros adultos mayores”.

Mucho más que comida

Los comedores y merenderos no se reducen a un plato de guiso o una taza de leche. Son, muchas veces, el corazón del barrio. Allí se organizan actividades de apoyo escolar (en el 30 % de los casos), talleres deportivos, productivos o de cuidado (15 %), consejerías de género (10 %) y hasta postas de salud (7 %). Son espacios donde se tejen vínculos, se cuida y se contiene, donde la comunidad se da respuestas que la política oficial les niega.

Las ollas que hablan de historia

El informe marca que casi el 60 % de estos espacios son merenderos, mientras que un 10 % son ollas populares. La olla, símbolo de resistencia desde el 2001, vuelve a ser protagonista. Cocinar en la calle con leña o garrafas, sin infraestructura, es precariedad, pero también es un acto político: decir que el hambre no puede quedar escondido detrás de una puerta cerrada.

Una Navidad que no fue en soledad

La foto más reciente la dio la Navidad Solidaria frente al Congreso, organizada por el MTE, Proyecto 7, Nuestra América y la UTEP. Más de 1.300 voluntarios y voluntarias pusieron el cuerpo para que 4.500 vecinos de la Ciudad y el Conurbano tuvieran una mesa compartida en una fecha tan sensible. Hubo comida, juegos, abrazos y, sobre todo, un mensaje: nadie debería pasar la Navidad solo ni con hambre.

El índice que viene

Mientras tanto, el Gobierno anticipa que trabaja en un “Índice de Capital Humano” para medir pobreza con otras variables, como acceso al agua, cloacas, educación o salud. Suena a tecnicismo, pero no hay que perder de vista lo obvio: esos derechos básicos solo se garantizan con inversión pública. Y en 2024, la inversión pública se desplomó al ritmo de la motosierra libertaria.

El hilo que no se corta

Entre números, recortes y discursos oficiales, la realidad concreta es que hoy son los comedores y merenderos los que sostienen donde el Estado soltó la mano. Son mujeres y disidencias que, sin reconocimiento ni salario, le ponen cuerpo y tiempo a sostener la vida. Y lo hacen con creatividad, con esfuerzo y con esa convicción tan simple como poderosa: que nadie en el barrio se quede sin comer.

En tiempos de ajuste y discursos que buscan demonizar la organización popular, estas redes son la trinchera más humilde y al mismo tiempo más heroica. Porque entre tanto ruido, hay algo que se mantiene claro: allí donde hay una olla humeando, hay comunidad resistiendo.

diciembre 26, 2024