Lo que comenzó como una tragedia desgarradora para una familia en el pequeño pueblo de 9 de Julio, en la provincia de Corrientes, se ha transformado, con el paso de las semanas, en un espectáculo mediático sin precedentes. La desaparición del niño Loan Peña, de apenas cinco años, ha sido cubierta minuto a minuto por los principales canales de televisión del país. Pero lejos de tratarse de una cobertura periodística rigurosa, respetuosa y comprometida con la verdad, el caso se convirtió en lo que muchos ya califican como un reality show del dolor.

Desde los primeros días de la desaparición, la atención mediática fue creciendo en intensidad, a medida que las hipótesis se multiplicaban: accidente, rapto, trata de personas, encubrimiento, complicidad policial. En lugar de aportar claridad o facilitar la búsqueda, los medios comenzaron a sembrar confusión, instalando versiones contradictorias, difundiendo imágenes sensibles sin consentimiento, e incluso exponiendo a familiares y vecinos en situaciones de profunda vulnerabilidad emocional.

Con móviles en vivo, transmisiones de 24 horas, periodistas opinando desde estudios sin información verificada y una competencia feroz por captar audiencia, los canales de noticias —y algunos programas de espectáculos— cruzaron todos los límites del respeto, la ética y el periodismo. La desesperación de la familia Peña, el desconcierto del pueblo y la angustia generalizada se convirtieron en material para entretener, llenar horas de programación y alimentar la especulación constante.

El caso Loan expone, con crudeza, una de las caras más oscuras del ecosistema mediático argentino: la explotación del sufrimiento ajeno como fuente de rating. Lo que debía ser una cobertura responsable de un hecho gravísimo, terminó pareciendo un thriller en tiempo real, con cámaras persiguiendo sospechosos, reconstrucciones forzadas, análisis de lenguaje corporal de testigos, y la participación de «expertos» improvisados que opinan sin pruebas ni conocimiento del expediente.

Pero el fenómeno va más allá de los medios. El morbo fue amplificado por redes sociales, donde las teorías conspirativas, los audios editados y los videos virales alimentaron una maquinaria de desinformación que complicó aún más la investigación. Influencers, tuiteros y generadores de contenido aprovecharon la ola de atención para ganar seguidores y monetización, sin considerar que detrás de cada minuto de exposición hay una familia que atraviesa una pesadilla.

El rol del Estado, por su parte, tampoco ha logrado transmitir calma ni orden. Las autoridades judiciales y policiales ofrecieron versiones cruzadas, investigaciones desprolijas y filtraciones de información clave que fueron rápidamente capturadas y distorsionadas por la prensa. En ese caos, la figura de Loan se fue desdibujando, y su búsqueda concreta fue reemplazada por una disputa narrativa en la que todos quieren imponer su versión de los hechos.

El colmo llegó cuando algunos canales enviaron cronistas que «actuaban» escenas o improvisaban entrevistas para provocar reacciones emocionales en los involucrados. También se dio espacio a testimonios de dudosa credibilidad sin verificación alguna, sólo por el valor que pudieran tener como espectáculo. En vez de proteger a los menores involucrados, se los expuso; en vez de respaldar a la familia, se la juzgó; en vez de informar con responsabilidad, se alimentó el show.

El caso Loan debería ser una oportunidad para reflexionar colectivamente sobre los límites éticos del periodismo en situaciones sensibles. La cobertura de tragedias humanas requiere empatía, profesionalismo y, sobre todo, humanidad. No se puede construir entretenimiento a costa del sufrimiento de un niño desaparecido y de sus seres queridos.

La situación también reabre un viejo debate pendiente en Argentina: la necesidad de contar con regulaciones más claras y efectivas sobre la cobertura de casos vinculados a menores de edad, desapariciones y situaciones de violencia o abuso. No se trata de censura, sino de garantizar derechos fundamentales, entre ellos el derecho a la intimidad, a la presunción de inocencia, y a no ser revictimizado por los medios.

Mientras tanto, lo esencial se mantiene en segundo plano: Loan sigue sin aparecer, y cada día que pasa es un día más de angustia para su familia y su comunidad. La cobertura periodística debería tener un único foco: aportar datos verificados que ayuden en su búsqueda, denunciar con pruebas cuando se identifiquen irregularidades, y ofrecer a la sociedad herramientas para entender lo que está ocurriendo, sin manipulación emocional ni sensacionalismo.

El caso todavía no tiene resolución, pero lo que sí está claro es que ha dejado en evidencia el lado más brutal del espectáculo informativo contemporáneo: un sistema que se alimenta del dolor, que desinforma en lugar de esclarecer, y que ha dejado de ver personas para ver solo personajes.

julio 7, 2024