En la Argentina, hablar de inflación es como hablar del clima en Londres: todos tienen una opinión, todos sienten que lo están viviendo y, sin embargo, nadie se pone de acuerdo en el número. El último capítulo de esta novela lo protagonizan Javier Milei, Marco Lavagna y, desde la tribuna pero con voz fuerte, Analía Calero, la ahora ex directora de Estadísticas de Precios del INDEC. Y sí, aunque parezca un tema técnico y aburrido, lo que está en juego acá es mucho más que un porcentaje mensual.
Todo arranca con un índice que, para medir la inflación, todavía se basa en una canasta de consumo de 2004. Sí, 2004: cuando la gente usaba más efectivo que billeteras virtuales, los celulares servían para llamar y los servicios públicos costaban centavos. Esa canasta decide qué peso tiene cada rubro en el cálculo de la inflación. El problema es que, como todos sabemos, la forma en que gastamos hoy es muy distinta. Pagamos más en tarifas, transporte y comunicación, y un poco menos (proporcionalmente) en alimentos.
La nueva metodología —la que Calero empujó y que el FMI aplaudió— actualiza esa canasta a datos de 2018. ¿Qué cambia? Bastante. Las tarifas y servicios pasarían a tener más peso (de 9,4% a 14,5% del índice), transporte también subiría (de 11% a 14,3%) y comunicación casi se duplicaría en importancia. Todos estos rubros están aumentando más que el promedio, así que, si se aplica el cambio, el IPC subiría más rápido. Y ahí es donde aparece la resistencia del Gobierno: Milei quiere mostrar una inflación que baja, no que sube por un cambio de fórmula.
En el medio, Lavagna queda como un equilibrista en cuerda floja. Por un lado, sabe que la estadística tiene que reflejar mejor la realidad de los hogares. Por otro, recibe la presión de la Casa Rosada para frenar el cambio “hasta nuevo aviso”. Y Calero, que hasta hace poco estaba al frente del equipo técnico, fue corrida con explicaciones que suenan a excusas de manual: “formas de trabajo”, “manejo de equipos” y “cumplimiento de metas”. Frases que no dicen nada pero dejan claro que algo molestaba.
Lo curioso es que Calero, en su despedida pública en LinkedIn, no atacó de frente, pero dejó mensajes que se leen entre líneas. Habló del compromiso de su equipo, de los avances del nuevo índice y de su confianza en que el trabajo verá la luz “pronto”. También recordó que se mejoraron condiciones de trabajo y que los técnicos del INDEC siguen produciendo estadísticas de calidad, incluso en medio de “contingencias” (palabra que en este contexto suena a eufemismo elegante para “batalla política”).
El trasfondo de todo esto es sencillo: la gente siente que la plata no alcanza, aun cuando el índice oficial dice que la inflación está bajando. La nueva metodología probablemente explicaría mejor esa sensación, porque le daría más peso a lo que realmente se está llevando la mayor parte del sueldo: tarifas, transporte, comunicación. Pero, claro, sería como cambiar el termómetro justo cuando querés mostrar que la fiebre bajó.
En definitiva, esta no es solo una discusión técnica. Es una pulseada entre la estadística y la política. Entre el número que refleja la realidad y el número que conviene mostrar. Entre un INDEC que intenta recuperar su credibilidad después de años de manipulación y un Gobierno que necesita sostener su relato de victoria contra la inflación.
Mientras tanto, la publicación del nuevo IPC sigue en el limbo, sin fecha cierta. Lavagna dice que hay que hacerlo cuanto antes. Milei, que mejor esperar. Calero, desde afuera, recuerda que el trabajo ya está casi terminado. Y la gente… bueno, la gente sigue mirando los precios en el súper, en la factura de luz o en el boleto de colectivo, y saca su propio índice mental, que no necesita ninguna metodología para saber que las cosas están cada vez más caras.
