El 20 de marzo de 1861, la ciudad de Mendoza fue sacudida por un terremoto de una magnitud y ferocidad inusitadas. A las 20:30 horas, un violento movimiento sísmico destruyó prácticamente toda la ciudad y dejó un saldo de entre 4.000 y 6.000 muertos, en una población estimada de 12.000 habitantes. Fue —y sigue siendo— uno de los desastres naturales más graves de la historia argentina.
Aquel sismo no solo redujo a escombros edificios, casas e iglesias: también alteró para siempre la vida social, económica y política de la región cuyana. A más de 160 años de aquella tragedia, Mendoza recuerda el terremoto como una herida profunda, pero también como un punto de inflexión que dio paso a una nueva ciudad más moderna, más segura y más preparada.
La noche que la tierra rugió
El terremoto ocurrió un miércoles, cerca de las 20:30. Según los registros históricos, duró entre 30 y 50 segundos, lo suficiente como para que el centro urbano colapsara por completo. La intensidad estimada fue de entre 7 y 7.5 en la escala de Richter, y alcanzó el grado IX en la escala de Mercalli, lo que indica un evento destructivo extremo.
En cuestión de segundos, la ciudad quedó reducida a ruinas. Iglesias, hospitales, edificios públicos y viviendas de adobe se derrumbaron. La mayoría de las víctimas murieron aplastadas por los escombros. Las réplicas continuaron durante días, dificultando las tareas de rescate y profundizando la desesperación de los sobrevivientes.
El contexto urbano y la vulnerabilidad
En aquel entonces, Mendoza era una ciudad que no contaba con ninguna preparación antisísmica. Sus construcciones, en su mayoría de adobe y sin refuerzos estructurales, eran altamente vulnerables a movimientos telúricos. La falta de planificación urbana y de normas edilicias adecuadas hizo que el terremoto tuviera un impacto demoledor.
Las calles estrechas, los edificios bajos pero pesados y la concentración de población en el casco histórico agravaron la situación. A esto se sumó la inexistencia de cuerpos de emergencia organizados, lo que dejó a los vecinos librados a su suerte en las primeras horas posteriores al sismo.
Las consecuencias inmediatas
El impacto social fue abrumador. Las cifras exactas de fallecidos varían según las fuentes, pero se estima que murieron entre 4.000 y 6.000 personas. A eso se sumaron miles de heridos y desplazados. En algunos sectores, la ciudad quedó prácticamente deshabitada.
El gobierno nacional y autoridades provinciales reaccionaron con lentitud, y la tragedia motivó un debate sobre la necesidad de organizar mejor la protección civil y la planificación urbana. La reconstrucción de Mendoza tardó años y requirió una transformación profunda del trazado urbano.
Nace una nueva ciudad
La tragedia impulsó un proceso de reconstrucción que cambió para siempre la fisonomía de Mendoza. Se diseñó una ciudad más segura y moderna, con calles más anchas, plazas distribuidas estratégicamente para funcionar como zonas de evacuación y una arquitectura más resistente.
La tarea fue liderada por el ingeniero francés Julio Balloffet, quien propuso un nuevo plano urbano que contemplaba una mejor distribución de espacios y mayor preparación ante futuros sismos. El actual trazado del centro mendocino —con su cuadrícula ordenada, amplias veredas y numerosas plazas— es resultado directo de aquella tragedia.
El legado sísmico: conciencia y prevención
Desde entonces, Mendoza se convirtió en una de las provincias pioneras en materia de prevención sísmica en Argentina. El evento de 1861 permanece grabado en la memoria colectiva como una advertencia constante sobre los riesgos geológicos que enfrenta la región.
Las normativas de construcción antisísmica fueron implementadas con rigor en el siglo XX y continúan vigentes hoy. Las escuelas, hospitales y edificios públicos son diseñados con criterios que buscan minimizar los efectos de futuros terremotos.
Cada año, el 20 de marzo se recuerda en Mendoza como el Día de la Memoria Sísmica, con actos, simulacros y actividades educativas orientadas a reforzar la conciencia ciudadana sobre la importancia de estar preparados.
Una lección que perdura
El terremoto de 1861 fue una catástrofe que cambió la historia de Mendoza. No solo por el dolor que causó, sino por la capacidad que demostró la sociedad mendocina para sobreponerse a la adversidad, reconstruirse desde las cenizas y construir una ciudad más resiliente.
Hoy, aquella tragedia funciona como memoria activa y como llamado a la responsabilidad institucional y ciudadana frente a los riesgos naturales. En tiempos de cambio climático y desastres crecientes, recordar el terremoto de 1861 no es mirar al pasado, sino reafirmar un compromiso con el futuro.
Así, cada 20 de marzo, Mendoza no solo honra a sus víctimas, sino que celebra la fortaleza de su pueblo y su capacidad de renacer. Porque del suelo devastado de aquel 1861, emergió una ciudad renovada que aprendió a convivir con su geografía, sin olvidar jamás las lecciones que dejó la tierra cuando rugió.