Hoy, la Plaza de los Dos Congresos no es solo un lugar de paso: es un grito, un cartel, una canción, una bandera. Miles de estudiantes, docentes y graduados llegaron desde distintos puntos del país para recordarle al Senado —y al Gobierno— que la universidad pública no se negocia.
Adentro, se debate la Ley de Financiamiento Universitario. Afuera, la calle late al ritmo de bombos y megáfonos. Es una escena que Argentina conoce bien: la política discutiendo en los recintos, la gente marcando presencia en la vereda. La diferencia es que esta vez, lo que está en juego no es una ley más: es el presupuesto que sostiene a las universidades nacionales, esas mismas que han hecho de nuestro país un exportador de talento.
Entre las caras del acampe estudiantil está Martín Carrada, presidente de la Federación Universitaria de Cuyo. Tiene 24 años, estudia Contador Público y Licenciatura en Logística. Vino desde Mendoza —más de mil kilómetros— para defender la universidad que le abrió las puertas. “Yo soy primera generación universitaria. Si no fuera por la UNCuyo, jamás hubiera podido estudiar lo que me gusta”, dice. Y en esa frase condensa una verdad incómoda: sin la universidad pública, miles de jóvenes quedarían afuera del mapa educativo.
Martín viene de una familia trabajadora, con su mamá como único sostén. No tuvo que mudarse a Buenos Aires, porque su universidad estaba cerca. Ese detalle, que para algunos es trivial, para otros es la diferencia entre estudiar y no estudiar. Gracias a su formación, consiguió trabajo en una empresa extranjera. Pero incluso con ese ejemplo positivo, advierte: “Hoy ni siquiera los estudiantes de la pública estamos pudiendo conseguir trabajos dignos y en blanco. La explotación laboral es la moneda corriente”.
En otra esquina de la plaza está Karen Saavedra, estudiante de la Universidad Nacional Guillermo Brown, la más joven del conurbano bonaerense. También es primera generación universitaria. Para ella, el financiamiento no es una discusión abstracta: es la posibilidad de que su facultad funcione como debe, con recursos para enseñar bien. “El Gobierno, sea del color que sea, tiene que darle herramientas a las universidades para que funcionen de manera eficiente”, dice con la convicción de quien sabe que la educación no se sostiene con discursos.
La política estudiantil, como siempre, también está en el centro. Pilar Barbas, dirigente de la Juventud de Izquierda Socialista y secretaria de la Federación Universitaria Argentina, habla sin filtro: acusa a sectores del radicalismo y del peronismo de no convocar a defender la universidad y de “transar” con el Gobierno después de la movilización del 23 de abril. Sus palabras no caen en saco roto: hay desconfianza, incluso dentro de los espacios que históricamente defendieron la educación pública.
En el otro extremo del espectro político, Augusto, militante de Franja Morada en la Universidad Nacional de La Plata, también dice presente. Coincide en algo fundamental: si Milei veta la ley, volverán a las calles. Critica con dureza a los cinco diputados radicales que votaron contra la recomposición jubilatoria y pide que hoy voten “en concordancia con la historia”. Puede que discrepen en muchas cosas, pero todos estos jóvenes coinciden en lo esencial: la universidad pública es una conquista colectiva que no se puede perder.
Mientras el Senado delibera, la calle ya dio su veredicto. El Gobierno sostiene que no hay plata. Los estudiantes, que sin universidad no hay futuro. En esa tensión se juega mucho más que un presupuesto: se juega el modelo de país. Si la educación se convierte en un privilegio, la Argentina deja de ser la Argentina que conocemos.
Hoy, frente al Congreso, no hay neutralidad posible. O estás del lado de quienes defienden que cualquier chico, venga de donde venga, pueda soñar con un título universitario… o estás del lado de quienes creen que ese sueño se tiene que pagar. Y como toda bandera que se planta en esta tierra, la de la universidad pública no se baja, aunque llueva, aunque la voten en contra, aunque la veten.
