En un planeta que parece tomarse demasiado en serio sus propias crisis, Bienalsur llega como ese amigo que aparece con una pelota bajo el brazo y te dice: “¿Jugamos un rato?”. Claro, no se trata de cualquier juego, sino de uno que conecta a artistas, ciudades y públicos de todos los rincones del mapa. Desde Buenos Aires hasta Shanghái, pasando por París, Bogotá y algún pueblito que quizá ni sabías ubicar en el globo, esta décima edición vuelve a recordarnos que el arte, cuando se lo propone, es un idioma que no necesita traducción.

El punto de partida oficial, el “kilómetro cero” de esta caravana creativa, está en el MUNTREF – Hotel de Inmigrantes. Ahí se despliega Let’s play / Juguemos en el mundo, una muestra colectiva curada por Diana Weschler que toma la idea de juego como metáfora de la vida. Sí, hay un guiño cortazariano (imposible no pensar en Rayuela) y sí, también hay una pregunta de fondo: ¿qué podemos imaginar juntos cuando todo parece en ruinas?

La exposición es como un parque de diversiones para la mente. Te encontrás con Michelangelo Pistoletto, padrino de la bienal, y su mirada de maestro; con Marta Minujín, que recicla su pop eterno en una instalación interactiva; con el brasileño Vik Muniz, siempre jugando con la percepción; y con el mexicano Carlos Amorales, que cuelga sus platillos metálicos para que cualquiera los haga sonar, a medio camino entre música, ruido y alarma.

No falta quien piense que en estos tiempos de neoliberalismo voraz, ponerse a “jugar” es casi un lujo frívolo. Weschler, sin embargo, lo rebate con una claridad que contagia: el juego no es evasión, es la invitación a unirse para pensar alternativas. Porque para construir futuros —o rescatar los que nos robaron—, primero hay que imaginar que son posibles.

Como toda muestra colectiva, esta también tiene sus altibajos. Hay obras que pasarán sin dejar huella, y otras que se quedarán pegadas en la memoria. Entre las que brillan, están las Naipas de Alejandra Fenocchio: mazos de cartas feministas, finamente trabajados, para ganarle la partida al patriarcado. También impacta la instalación de la turca Inci Eviner, con su surrealismo inquietante, o las piezas del árabe Raghad Al Almahad y el francés Pierre Ardouvin, que logran ser poéticas y políticas al mismo tiempo. Liliana Porter y Ana Tiscornia, desde Argentina y Uruguay, suman su juego de ironías y sutilezas.

Y, como si no bastara, en este tablero global también entra la performance (D)estructura, de los colombianos Mariangela Aponte Núñez, Juan Esteban Sandoval y Alejandro Vásquez Salinas, una experiencia que pone al cuerpo y al espacio a dialogar, desarmarse y armarse de nuevo.

La gracia de Bienalsur es que no se queda en los grandes centros culturales. Hay obras en provincias, zonas rurales, sitios patrimoniales y hasta embajadas. El mapa se convierte en una rayuela gigante donde las casillas son ciudades de 30 países distintos. Saltar de una a otra no requiere avión: alcanza con entender que todo esto pasa al mismo tiempo y que el “sur” es más una actitud que un punto cardinal.

Quizá el mayor mérito de esta edición aniversario sea recordarnos que, incluso en medio del caos global, hay tiempo y lugar para jugar. Porque el juego, en manos del arte, no es infantilismo: es resistencia. Es abrir un espacio donde se suspende por un momento el ruido del mundo y se escucha algo distinto, algo que podría ser el comienzo de otra historia.

Y ahí, entre un platillo de Amorales que vibra, una carta feminista de Fenocchio y un gesto de Minujín que guiña el ojo, tal vez se nos ocurra cómo seguir. O al menos, cómo seguir jugando.

agosto 3, 2025