Dicen que el tiempo todo lo cura. Aparentemente, también borra delitos, siempre que seas un sacerdote acusado de abusar de menores. El fallo de la Corte Suprema que dejó libre de condena a Justo José Ilarraz es la prueba más reciente de que, en algunos casos, la Justicia argentina tiene una paciencia infinita… con el imputado.
La historia es conocida y espantosa: entre 1988 y 1992, en el Seminario de Paraná, Ilarraz abusó de chicos de entre 10 y 14 años. En 2015 fue condenado a 25 años de prisión. Pero como la denuncia recién se presentó en 2012, la Corte decidió que ya era tarde: la acción penal estaba prescripta. “Crímenes horribles, sí, pero no de lesa humanidad”, dijeron Lorenzetti, Rosatti y Rosenkrantz, como si la calificación legal borrara el daño real.
La jugada es tan quirúrgica que ni siquiera niega los hechos. Simplemente mira el reloj y dice: “Se acabó el tiempo”. El problema, como señalan especialistas como la jueza María Celeste Minniti, es que esta interpretación deja sin efecto décadas de avances en la aplicación de tratados internacionales que protegen a la infancia. Porque, claro, para la Corte, el interés superior del niño no alcanza para detener el reloj.
Lo que olvidan es que, en delitos sexuales contra menores, el silencio no es casualidad: es parte del abuso. En el caso Ilarraz, las víctimas estaban bajo la autoridad de la Iglesia, obligadas a callar por un proceso canónico. ¿Qué se suponía que hicieran? ¿Que a los 13 años contrataran un abogado y demandaran a su prefecto de disciplina?
Desde 2015, la ley argentina reconoce que el plazo de prescripción debe empezar cuando la víctima denuncia, no cuando ocurrió el hecho. Pero como esa norma no es retroactiva, cualquier abuso previo a esa fecha sigue corriendo el riesgo de quedar impune. La abogada Carolina Walker Torres lo resume sin rodeos: el fallo es “regresivo” y limita la persecución penal.
El ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, prometió cambiar el Código Penal para que los delitos sexuales no prescriban. Suena bien, pero la fe ciega no es buena consejera: el mismo ministro impulsa proyectos que endurecen las penas por “falsas denuncias” de género, un mecanismo perfecto para que muchas víctimas prefieran callar.
Las consecuencias del fallo fueron instantáneas: otra jueza declaró prescriptos los abusos de otro sacerdote y suspendió el juicio. La buena noticia es que una Cámara de Apelaciones revirtió esa decisión, recordando que la perspectiva de género y la protección de las víctimas son obligaciones internacionales, no opcionales.
Quizás el caso Ilarraz termine en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Mientras tanto, el mensaje que baja desde lo más alto del Poder Judicial es inquietante: si el abuso es viejo, hay que resignarse. Un poco como si la Justicia dijera “pasado pisado”, pero solo para el victimario.
En un país donde la impunidad ya tiene demasiado entrenamiento, esta sentencia es una medalla más para el club de los intocables. Y es también un aviso: los derechos que parecen sólidos pueden ser desmantelados con la misma facilidad con la que un juez hojea un calendario.